Dejad,
pues, que sucumba de
Todo
el dolor te navegaba por la sangre.
Un
río largo descendía por la historia
hasta
llegar a tu lugar preciso.
La
sombra iba nadando sobre el río.
El
aire
le
pasaba la mano suavemente.
Y
los sauces lloraban siglo a siglo
sus
hojas,
su
rocío,
su
ternura,
para
amparar la soledad del hombre.
Pero
era menester que te agobiara
la
carga de los días.
Que
la noche
se
te echara en el alma y te mordiera.
Que
la razón del mundo y su pregunta
se
te enroscaran en la voz.
Que
el vino fuera
vinagre
ya en las comisuras.
Y
era
indispensable
el fuego de los ojos
la
sal atroz,
madrina
de su brillo.
Y
la espina del paso.
Y
la aterida
mordida
del invierno en la piel tensa.
Sin
eso
no
serías el hallazgo,
la
flor abierta al ámbito del día,
la
mano recia ni la mano dulce.
Sin
eso, simplemente, te hallarías
mineral,
vegetal,
seco,
vacío,
rondando
apenas el envés del mundo.
La
rosa se te dió,
gloria
en la vista,
miel
del olfato,
levedad
del tacto,
porque
lloraste encima de sus brotes.
La
luz se te otorgó
porque
venías
silencioso
y sangrante
por
el túnel.
La
vida misma circuló en tus venas
porque
es rojo el color de los suplicios.
Y
el amor llegó a ti,
quedó
en tu casa,
echó
raíces y engendró milagros,
porque
venía ya de otras edades
en
tu propio dolor,
tu
propio tiempo,
tu
propio río,
en
fin,
tu
propia historia.
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