Canto XXXIII. El ocaso de la luna
Cual
en noche desierta,
sobre
campiñas argentadas y aguas,
do
céfiro aletea,
y
mil vagos aspectos
y
engañosos objetos
fingen
lejos las sombras
entre
ondas tranquilas
y
ramas y breñales y colinas y villas;
en
el confín del cielo,
tras
Apenino o Alpe, o del Tirreno
en
el seno infinito
cae
la luna; y palidece el mundo;
desaparecen
las sombras, y los valles
y
los montes sombrea la tiniebla;
ciega
la noche queda,
y
cantando, con triste melodía,
los
extremos albores de la luz fugitiva
que
antes le fue guía,
desde
el camino el arriero saluda;
tal
se disipa, y tal
deja
la edad mortal
la
juventud. En fuga
van
sombras y apariencias
de
los engaños deleitosos; menguan
las
esperanzas vagas,
donde
se apoya la mortal natura.
Abandonada,
oscura
queda
la vida. En ella la mirada,
busca
el confuso caminante en vano
de
la vía que aún siente tan larga,
meta
o razón; y entiende
que
a sí la humana sede,
él
a ella en verdad se ha vuelto extraño
Muy
feliz y gozosa
nuestra
mísera suerte
en
lo alto pareció, si el juvenil estado,
do
cada bien de mil penas es fruto,
durase
todo de la vida el curso.
Muy
benigno decreto
aquél
que todo ser sentencia a muerte,
si
también media vía
antes
no se le diera
de
la terrible muerte asaz más dura
De
ingenios inmortales
digno
hallado, y extremo
mal
de todos, los Dioses encontraron
vejez,
donde fuese
incólume
el deseo, extinta la esperanza,
secas
las fuentes del placer, las penas
mayores
siempre, y ya negado el bien.
Vos,
colinas y playas,
caído
el esplendor que en Occidente
argentaba
los velos de la noche,
huérfanas
luengo tiempo
no
quedaréis; pues en el polo opuesto
pronto
veréis el cielo
blanquear
de nuevo y despuntar el alba:
a
la cual luego sucediendo el sol,
y
fulgurando en torno
con
sus flamas potentes,
de
lícidos torrentes
os
bañará, con los etéreos campos.
Mas
la vida mortal, ya que la bella
juventud
se marchó, no se colora
con
otra luz jamás, con otra aurora.
Viuda
es hasta el final; y a la noche
que
las demás edades oscurece,
por
sello puso Dios la sepultura.
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