Vivir es deslizarse, repetiste,
captar nuestra existencia de soslayo
o verla desde lejos, en lo alto,
con la perplejidad del que contempla.
Los que te conocieron aseguran
que tu viviste así, que no hubo nada
ni nadie que pudiera desviarte
ni un ápice siquiera de ese trazo
que le diste por fin a tu camino.
Esa senda emboscada conducía
a una casa perdida entre los páramos.
Sobre aquel pedregal erosionado,
bajo la ardiente luz de los veranos,
una sombra precisa dibujaba
el estupor final de tu extravío.
En ese santuario estableciste
una visión del mundo peligrosa.
Rogabas a los dioses con frecuencia
que no nos castigaran con desgracias
(capaces en su ardor de destruirnos)
sin antes enseñarnos lo importante:
la frágil transparencia de la vida.
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