martes, 8 de enero de 2019

JOSÉ LANDA





Un vaho invernal  
(Segunda variación de la neblina) 

Cuatro continentes heridos en mi pecho. Creía que conquistaría el mundo
Muhammad Al-Magut



Hay un vaho invernal que nos envuelve, 
que seduce, que invade los caminos 
del ayer y el mañana 
como si todo el año fuese un mismo diciembre.

Hay demasiado invierno en los caminos 
del tiempo, de la tierra, 
como palabras y conversaciones.

Digamos, pues, que el mundo, 
está comunicado 
por partículas de aire, por silencios y ruidos 
que mataron Babel,  
por un aire que va más allá de los puentes 
que apenas se distinguen a lo lejos
cuando se viaja en tren, 
y se olvidan las calles, la rutina
de la humedad y el polvo en los rincones 
de los días aciagos cuando todo es estático 
pese al gris movimiento de ciudades
que devoran la calma de la gente.

Hay demasiado invierno en los caminos, 
para el calor que adentro nos enciende
como lámparas viejas que arrinconó el otoño.
Subimos a los trenes, 
aliados contumaces del destino,
y puede que viajemos paralelos a riberas de ríos 
que son hijos de Heráclito el desnudo de instantes,
de relojes que apresen su espíritu de nómada.

Sopla el vaho del viaje contra las ventanillas,
empaña los cristales del ahora, 
del ayer y el mañana de este desplazamiento,
alza efigies de polvo en la trastienda
del cuerpo, los sentidos 
que madriguera son del pensamiento.

También digamos que en este trayecto, 
vemos hordas de imágenes y huellas, 
repúblicas enteras de sonidos 
que anidaron por mucho entre la ropa
y se afianzaron fuerte al equipaje 
de la memoria nuestra.

Muy a pesar de todos los vigías 
que recorren adentro los pasillos, 
y estaciones afuera,
algo que soslayamos nos detiene
y entonces otra gente se aprovecha 
para sumarse pronta
al tráfico infinito de este tren
que alguien imaginó como una flecha
en busca de algún blanco misterioso
más allá de los días y las horas
que secuestran ciudades y azuzan a viajeros
detrás de nuevos rumbos que inventar.

Hay un caos que impera en cualquier estación  
de ese mundo agorero, 
donde bajan y suben los viajantes
del inminente invierno que invade al porvenir.

Sobra decir la luz, 
mejor decir la bruma, las preguntas
de futuros arcanos 
que aguardan más allá del horizonte.
Es preferible entonces un poco de neblina
que ilumine este invierno cuyo vaho 
humedezca el azar de la mirada, 
sus placeres y miedos en caminos extraños 
que se vuelven moneda cotidiana.

El estupor recorre nuestras venas 
como rieles del tiempo. 
Atisbar hacia adentro no nos libra 
de tocar el afuera 
como la piel de vírgenes lloviznas.

Entonces el lenguaje, los sentidos, 
tejen un hilo que durante el día 
enreda al universo, y por la noche sirve 
de Lazarillo torpe que les indica búsquedas
–tal vez interminables, absurdas inclusive–,
sitios de los que nadie jamás ha comentado.

Y es que un vaho invernal se cuela en todas partes,
la cuestión es andar pese a su frío, 
reducirlo quizás a una voluta de humo 
que surja de cualquier cigarro Camel, 
dejarla en el andén del arrepentimiento,
mientras los ojos trazan en los rieles
un horizonte curvo y nada más, 
pese al vaho invernal que nos envuelva, 
que seduzca, que invada los caminos 
del ayer y el mañana como si todo el año 
fuese un mismo diciembre
y el tren fuera un instante 
que nos muestre fugaz el infinito. 


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